La Rebelión de Heródoto

Un día cualquiera, 2013

Si desde la calle accedemos al interior de este teatro, reparamos que nos adentramos en una atmósfera señera y personal. Con los primeros pasos por el patio de butacas elevamos la vista barruntando, a través de casi una centuria, el eco de palabras que han deleitado y de las emociones que han aflorado.

Todos lo hemos visitado alguna vez en nuestra vida, y algunos hemos llegado a apreciarlo y a convertirlo en un almeriense más. Su atmósfera nunca decae, porque quienes lo frecuentamos, nos cautiva cada vez que paseamos por sus singulares estancias, contemplamos sus antiguos efectos y la disposición de su maquinaria. Teatro rico en aventura, como cuando llegaban las compañías de revistas, y los jóvenes trabajadores atendían a las coristas, que los llamaban solicitándoles algún refresco, y al entrar a los camerinos contemplaban la exuberancia de la vida que se abría ante sus asombrados ojos provincianos; o la dependienta del ambigú enamorada en secreto del apuesto operador de cabina. Historias tan desbordantes y entramadas como las cuerdas y poleas, que aún hoy día, elevan los telones y fondos del escenario, pero que nos producen un íntimo arrobamiento, porque nos hacen pasear por la memoria del teatro.

Te han hablado alguna vez en la que hacías como que escuchabas, mientras bregabas contra una tormenta en tu interior. Así me sentí cuando me dijeron que dejara de escribir las Crónicas del Teatro Cervantes. En realidad, no lo expresaron literalmente, sino que dejara todo lo relativo a internet. Esas palabras no habrían sido tan lacerantes sino fuera porque mis crónicas solo las publico en la red. Los meses siguientes abandoné el mundo del teatro, y me di cuenta que las crónicas no eran una parte, sino todo el brío de mi empeño. 

Desde entonces no me han sustituido, simplemente han dejado de escribirse,  acallando su respiración, y avalando al silencio como el verdugo de los recuerdos. Un lugar sin historia no existe, no viajará al futuro, y tanto para su sociedad como para las de futuras generaciones morirá sin haber vivido.

Lo único perdurable a lo largo de nuestro paseo por la vida, son las obras y circunstancias que vivamos, los recuerdos que dejemos. Es tal como decían los antiguos griegos “vivir para siempre en los labios de los hombres”. Nuestro legado sestea entre las palabras con las que trazamos nuestra huella, hasta que alguien nos hace renacer con el sortilegio de musitarlas. Si la escribimos, de alguna forma, la vida perdurará porque al escribir forjamos la historia. Somos mortales pero gracias a la escritura podemos adueñarnos del futuro, y antes del destino.

Por eso, aún después de haber sido relegado de estas páginas virtuales, me es imposible acatar por más tiempo este doloroso destino sin amotinarme. De esta suerte, me sublevo porque voy a seguir reseñando el paso de los días por nuestro querido teatro. Quizás, hasta encontrar a otro apasionado cronista, que como yo, solo aspire a la felicidad de proclamar sus palabras como crepitantes pavesas junto al fuego de la vida. Para evitar que cuando este nos abandone, convierta los recuerdos en inertes y frías cenizas.


“…evitar que, con el tiempo, se olviden los hechos de los hombres y que las gestas importantes y admirables carezcan de celebridad…”
Heródoto (ca. 485-425 a.C.)

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